"Aprender la levedad del pájaro."

miércoles, 6 de abril de 2011

Un fantasma.

Princesas prefabricadas buscan en las calles a su romeo de plástico, arde en sus pieles un simpático sol de Abril, en una ciudad que en cuestión de decepciones parece no tener fondo, como la suciedad sin fin de las aceras malhumoradas. Entre esa fauna insana, de higiene en demasía y palabras huecas anda Eduardo Duarte, con un cincuenta por ciento de complejos en su cuerpo y otro cincuenta de prejuicios, con toda su aridez, su mezquinidad a flor de piel, contrastando con la excesiva amabilidad enlatada de Julietas esfervescentes de hormonas.
Esquiva el roce de los cuerpos y aún más el de las palabras, alto, delagado, de mirada seria aunque compasivo, gesto duro, tez blanca aunque repleta de una ordenada barba, peinado militar y modales prefabricados en una casa con ausencia de abrazos. Eduardo nunca ha sido protagonista, ni si quiera en su propia vida, de buen fondo, mudo, un fantasma, hasta ahora claro.
Anda siempre rápido sin pararse a mirar los pequeños detalles que a veces te ofrece esta ciudad, él la concibe como una prostituta que intenta sacar la mejor versión de sí mísma pero que está llena de virus y porquerías que la trastornan y ensucian. No es muy esperanzador el mensaje que Eduardo lanza a sus alumnos de escuela primaria, ya con ocho años salen un ejército de nihilistas de sus clases de conocimiento del medio. No repara en el contacto de la profesora de inglés cuando va a coger sus cosas a la taquilla y tampoco en cómo le mira beber el café, Eduardo, eterno solitario, concienciado de que su vida terminó el mismo instante en que nació, venido al mundo como un fantasma que propaga mensajes adormecedores sobre personas como él.
Esta vez, caminaba despacio sin plantearse si quiera por qué, le apetecía pasear y el paseo le llevó al pensamiento, concluyó el discurso para mañana en tan solo un par de minutos, era fácil: “muéranse antes de que los maten”, luego se reiría de las críticas de los padres y exhibiría una pose de santo ante sus acusadores con grandes modales y coartadas limpias. Nada esperaba él a sus treintayalgo, nada, su familia un horror, el resto del mundo peor aún, sólo le salvaba la dulce voz de Marisa la profesora de inglés, pero su falta de líbido o de labia le hacía enmudecer cuando esta intentaba charlar.
Llegó a un descampado con algo de cobardía pues a lo lejos se oían gritos, en situaciones normales Eduardo habría corrido pero esta vez, esta tarde era diferente. Se acercó a una furgoneta, alejada, casi al final del descampado, llamó cautelosamente y al no obtener más respuesta que gritos abrió. Fue entonces, allí estaba, una mujer mayor, sola, tirada en medio de aquella furgoneta, ensangrentada, sudorosa, dando luz a un chiquillo.
Qué sabía Eduardo de partos, más que lo que contenían los libros y sin embargo, en vez de abandonarla a su suerte se remangó la camisa y se dispuso a ayudarla, no sin antes llamar a una ambulancia con algunas dificultades en cuanto a la dirección. El chico tardó en salir, la mujer le indicó el procedimiento poco a poco, entre gritos y extres, nadie supo nunca como lo hizo, pero una fotografía queda, de los enfermeros con el niño envuelto en mantas, sonriendo y la mujer besando a Eduardo en la mejilla, este, ensangrentado, exhibía una luz, una sonrisa como de muerto que ha vuelto a la vida. A la mañana siguiente, sin más preámbulos, besó a Marisa.

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