"Aprender la levedad del pájaro."

lunes, 21 de marzo de 2011

El viejo vivía encadenado a su escritorio, literalmente encadenado, había oído esa técnica en un escritor australiano que se ataba a los arboles a observar cómo se desarrollaba la vida en su estado más salvaje, la reacción de los animales, el influjo del temporal, la respuesta humana. Había incorporado a su mesa unas cadenas, su escritorio tenía vistas a un mar infinito, vivía en una casa grande a pie de cala, al lado algunas más pero todas abandonadas, el mar era su inspiración y sin embargo había tenido que encadenarse porque ya no escribía, al menos nada destacable, parafraseaba sin parar y no sacaba nada en claro. Se encadenaba después de cada comida y no se permitía el baño, salía a pasear a media tarde y quizás, con suerte algún café, vida sin lujos, enfrascado día y noche en sus propios pensamientos, alguna lectura y caminos, laberintos de la literatura que no tienen final.

Y sin embargo una mañana, una mañana llena de lluvia y desencanto, una mañana en la que las cadenas eran de verdad cadenas, angustia, una mañana triste y fea en la que tan sólo le apetecía dormir, pero no debía, no, esa mañana llegó ella, con su cuerpo mojado y su sonrisa a cuestas, pasó por delante de su ventana y con un sencillo "Hola", rompió la rutina y la sombra de aquel hombre envejecido. Soltó sus cadenas, razón de peso claro, la lluvia había frenado, se peinó por vez primera en meses y vistió su mejor camisa, dispuesto claro a dar la mejor impresión de sí mismo.

Su casa estaba al lado, eran vecinos, tocó la puerta y apareció aquella mujer, aquella dulce distracción, aquella utopía entre tanto cansancio. Le ofreció café y charlaron, aquella tarde él ni recordó las cadenas, ni los temas en los que pensaba cuando se obligaba a hacerlo, simplemente habló con ella, sin telón ni maquillajes, la más pura naturalidad, la conversación se alargó durante toda la tarde y algo de noche. Cuando volvió a casa reparó en que una de sus habitaciones daba a su salón y decidió cambiar las cadenas de lugar, las puso frente a aquella casa, tras esto se fue a dormir sin si quiera acariciar aquel folio, aquel folio que pedía a gritos algo de tinta.

Aquella noche soñó, algo había cambiado, soñó y a la mañana las ojeras se habían borrado.

Ella pintaba su fachada de rojo, a pie de cala, con el mar infinito al lado, pasó todo el día pintado y él en su casa encadenado voluntario, sin escribir nada, sólo garabatear palabras como felicidad y alegría, suena absurdo, él, un escritor de renombre cayendo en la repetición, menudo día. Se permitió entonces soltarse un rato, salir a pasear y le pidió a ella que le acompañase, "claro", dijo, o al menos eso oyó el a través de su sonrísa.

¿Su rostro?, su rostro era la viva imagen del mar, piel morena de ojos verdes, como algas bailando sobre la arena, su pelo negro, negro como una noche sin estrellas y su cuerpo, un laberinto donde posar las manos y que solas encontrasen su camino entre ese laberinto, así era ella, no reparó en su figura en la primera impresión, más bien aquella vez que pasó frente a su ventana vio su alma antes que sus ojos y era luz, así de simple, luz, nada más.

En los días siguientes el viejo aflojó las cadenas, las fue aflojando y desatando con más frecuencia de lo habitual hasta que al final no las necesitó, escribía y escribía versos, cuentos, inventaba personajes y los dotaba de vida con gran maestría, sus manos corrían por el folio, sus ojos descubrían cada día más detalles de su musa, que hacía vida en su casa. Pintaba siempre desde el salón mirando a su ventana, le pintaba a él escribiendo y él, como no, escribía versos a su pintura, era como si arte estuviese enviándose a sí mismo mensajes en clave de morse, ella se dedicaba a eso, tenía la casa decorada con el menor lujo posible, llena de lienzos, llena de regalos y con alguna flor. Por la tarde la pasaba en el mar, bañándose, librándose de toda mancha social, siendo libre, él, él todavía no había dado ese paso, reconoció ante el espejo que le avergonzaba que ella le viese así, viejo, con una barba blanca, pelo blanco y su piel morena tan arrugada que sus tatuajes parecían manchas indescifrables.

Aquella mañana, aquella mañana: ELLA. Se levantó tranquila, zumo de naranja y tostadas, se sentía bien e hizo café, cogio sus pinceles y se sentó en su ventana, sólo le quedaban un par de pinceladas, miró y allí estaba él, postrado frente a su folio con el mismo gesto de siempre, sus manos estaban quietas, "estará pensando..". Se había enamorado de él, de su forma de escribir, de su manera de atarse a sí mismo forzándose a trabajar en su jubilación, se había enamorado de su pelo blanco, su piel morena y arrugada, sus ojos grises, había guardado cada gesto en su interior y todos ellos se reflejaban en aquel cuadro.

Pero estaba demasiado inmóvil, reparó, pensó lo peor hasta que él movió por fin una mano, saludándola, se habría quedado dormido frente a la ventana...

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